Texto leído en el video Literatura en Otraparte: «Diálogo de autores de la Editorial Java» el jueves 30 de mayo de 2024 en la Casa Museo Otraparte. Este es el enlace al video https://www.youtube.com/watch?v=9iCHgpGoVEM
Maestro Fernando González, disculpas por venir con mis palabras a interferir la claridad de las suyas.
Antes de que aparecieran las pantallas, las computadoras, las tabletas, los teléfonos inteligentes, yo ya leía y me comunicaba por ellas; me refiero a las transparencias de la naturaleza. Esta invaluable cartilla de lectura me rodeó diariamente hasta los once años. La abría el amanecer, la cerraba la noche y los sueños juntaban sus páginas coloridas para formar puentes sobre tierras ignotas, a veces agrestes, que me hacían ansiar el regreso para recuperar el paraíso que tenía destinado en mi casa de campo. Al despertar veía páginas flexibles, distantes y a la vez cercanas y sensibles, lo que hacía sentirme parte esencial del paisaje. En lo que observaba los significados afloraban, como si mi presencia exigiera la desnudez del entorno. La naturaleza y yo éramos espejos gemelos ante los cuales podía presentarme a interrogarla cuando las actividades campestres parecían perder su gracia, los caminos conducían a otros rumbos o cuando los colores de la vegetación cambiaban caprichosamente y sembraban incertidumbre sobre las cosechas y el medio ambiente. La certeza de las respuestas que de ella obtuve, las páginas en blanco que me entregó para escribir los secretos que debíamos guardarnos y la disposición a permitirme transitar en sus transparencias, fueron guías con la que aprendí a leerla y el aliento que mantiene siempre abierto el libro de la vida.
Desde el día en que me separaron de la naturaleza en nada ha cambiado me relación con ella. Ni haber abandonado el pueblo en noche inmerecida ni hallarme encerrado en las cuatro paredes de una casa de adobes que no conocía y menos cuando tomé conciencia de que debía afrontar el bullicio y los peligros de la avasallante ciudad. Medellín, con sus habitantes aparentemente desorientados y perdidos, me exigía una lectura apremiante. La vida citadina era un libro voluminoso, de páginas agitadas por vientos de todos los costados, de escenas repetidas y deformadas por pulsaciones de corazones incapaces de ajustar sus portadas para reflexionar sobre el papel que sus actores representaban. Las ocasiones en que me olvidaba de la urbe, y miraba el horizonte y su languidez, se reafirmaba el aprendizaje y la relación primigenia que mantuve con la naturaleza. Comparaba los nuevos paisajes, sus movimientos, la algarabía, las vibraciones, los colores del firmamento y comprendía que la lectura y la observación del otro serían fundamentales en lo que quisiera comunicar y entender. A aquellas estampas campesinas recurría constantemente para serenarme, rememorar hasta correr el vaho con el que la ausencia forzada cubre las huellas de quienes el final de su camino es el regreso a la semilla. Los recuerdos que servían de escudo y puente a mis nostalgias me dieron la oportunidad de comprender secretos más civilizados, códigos de convivencia colectiva que marcaron otras rutas para no perderme en la barahúnda y el desconcierto. Por ellos aprendí que el conocimiento se hace genuino cuando en tiempos disímiles las argucias de la vida no logran equivocarnos los caminos.
La ciudad, su trajinar sin sentido aparente, me abrumaba. Los paisajes circundantes, aquellos que dieron soltura a mi imaginación, no motivaban a ir en busca de mis sueños de niño ni a pensar en los límites del universo, tan cercanos por aquel entonces. La pujanza y el progreso alejaban la vegetación, vulneraban los cimientos de las cordilleras y ponían en desbandada las tinieblas que buscaban refugiarse en el río. Esta sequedad de aventura, este deseo de saber qué había detrás de las montañas lo apaciguaba al recordar las madrugadas oscuras cuando iba de la vereda a estudiar a la escuela del pueblo. Los pasos entre oscuridades tenían otros afanes, pero no los sitiaba el miedo porque iban en procura de la luz, del conocimiento. Los rayos del sol que descendían por la Loma de los Chorros servían de reloj natural. A mi hermana y mi, mamá nos había enseñado a calcular el tiempo de viaje cuando la luz aparecía en la parte alta de la loma. Nosotros teníamos fijado la Piedra Plancha como el punto de referencia para el encuentro con la luz y así llegar temprano a las clases. Fueron incontables las mañanas que nos sentamos en la roca a esperar que los rayos nos calentaran para reanudar la marcha. En las tardes, de regreso a la finca, el juego de luces cambiaba: debíamos alcanzar los rayos que se alejaban cañón abajo. Corríamos, nos escondíamos entre los arbustos, jugábamos, para que los rayos nos buscaran y así intentábamos retrasar la llegada de la noche.
En los momentos aciagos de la juventud llegaban a mi mente imágenes de los árboles del patio de la casa. Sus ramas zigzagueantes superaban vendavales y pasada la tormenta se mecían hábilmente para no prolongar el asedio. En esta época de incertidumbres comencé a tener más certeza de los secretos que la naturaleza había revelado a mi corazón de niño y sentí que en ellos se hallaba una fuente de energía inagotable para los proyectos literarios, poéticos, que me impelían a contarlos. A esa fuente, de manera intuitiva, se han desplazado, hasta hoy, los personajes que habitan los mundos que conforman mi universo creativo. Allí bosquejan regiones, veredas y se encuentran con otros personajes sin los cuales las escenas no tendrían continuidad, pues sin sus evidencias terminaría la vida y sin ésta el arte se ahogaría y con él la belleza y las palabras. Cada vez que pienso en los regresos, en los personajes que buscan la fuente e intentan indagar por mi procedencia, recuerdo las mañanas cuando acompañaba a mi madre a sembrar maíz o fríjol. Ella clavaba el recatón en la tierra, lo giraba para hacer hueco y yo, con la jíquera cruzada al pecho, depositaba en los hoyos los granos y los cubría con la misma tierra. Tenía tres o cuatro años y aún recuerdo que ella al final de la jornada decía que la naturaleza era bendita y agradecida. Sus palabras se hacían realidad semanas después cuando volvíamos al plantío y encontrábamos las plantas abriéndose espacio entre la maleza. Pienso que igual ocurre con la literatura, que escribir, sembrar palabras en las hojas en blanco también deslumbran y sus sonidos y cadencias pueden sentirse en otros tiempos y lugares. Pienso, además, que nadie está más lejos de la verdad que aquel que no preserva el brillo de las palabras. De esto dan fe la vida de los libros. Con estas imágenes tan cercanas, palpables y vividas, marqué el sendero por donde los personajes regresan a vigilar la fuente. Son ellos los que me hablan de los sabores y la transparencia que aún posee el agua de la fuente y cómo unas pocas gotas sacian la sed que causan los extensos viajes.
El diálogo y la hermandad temprana con la naturaleza me enseñó a leer los tiempos temerosos que marcan las sombras cuando cruzan tierras bajas, de las que siempre huye el sol; y el afán de la neblina que se desprende de la nostalgia de los pueblos desolados. Estas lecturas primigenias confirman que para la imaginación no hay límites, que pensar en ellos es restarle valor a la palabra y no creer en la insondable blancura de las páginas en blanco.
Al iniciar estudios de bachillerato la lectura llegó a rescatarme, me abrió otra puerta secreta de esa Medellín indolente que me había obnubilado. Pronto entendí que la superficialidad que creía ver en el entorno se reflejaba en mi incapacidad de relacionarme con los otros. Decidí estudiar y así derrumbar las barreras que mostraban distantes las obligaciones que debía cumplir, si quería adaptarme a ella. Esta nueva etapa comenzó a revelarme horizontes en la clase de español. Don Arturo, el profesor de la asignatura, se paseaba por el salón de clase y leía fragmentos de novelas, cuentos y crónicas, que complementaban los temas de estudio. Pocos estudiantes valorábamos su esfuerzo y dedicación en defensa del idioma y la literatura. Oír en su voz las atrevidas aventuras de don Quijote de la Mancha, las picardías del Lazarillo de Tormes, la sabiduría de Zadig, el genial entramado de El sombrero de tres picos, los desengaños de Marianela, la lealtad del Cid campeador, las pulsaciones románticas de María, la búsqueda incesante de Arturo Cova, en La vorágine y la solidaridad insondable de Peralta, en la diestra de Dios padre, de don Tomás Carrasquilla, constituyeron momentos inolvidables y formadores de mi vocación literaria. Las descripciones mágicas de los sitios donde los personajes ponían a prueba su ingenio y valentía, los comportamientos inhumanos, la fugacidad de existencia y los finales inesperados que castigaban la osadía de quienes intentaban desprestigiar los idealismos, corroboraban las nostalgias de los viejos, jubilados, que acudían a compartir sus nostalgias en la tienda “El popular”, que administraba mi padre.
Las historias que escuché en la voz de don Arturo dotaron de magia y poder aquellas palabras que ya había pronunciado en el diálogo temprano con la naturaleza. En la cadencia y significado estaba trazada la senda que debía seguir si deseaba hacerme a un estilo propio como escritor. Cuando lo oía aumentaba la certeza de que viajaba por la orilla del sendero que conducía a todas las salidas posibles para la imaginación. Me encontraba a escasos metros del lugar desde donde podía tender puentes que conectaran con territorios diferentes, conocer sus historias y contribuir con los finales que la existencia propone a quienes indagan por su destino. Los libros se convirtieron en otra fuente de renacimiento, en la conexión directa e irremplazable con mi infancia. Por lo tanto, las preguntas que debía hacer al mundo, a la existencia, en las páginas escritas hallaba el mirador perfecto para exponerlas y dilucidarlas.
La voz de los que aman el idioma y preservan la pureza de la palabra, como ésta perdura y se hace inolvidable. Contra el bullicio y la barahúnda interpuse el diálogo sosegado con los libros. Leí cuanto folleto o pasquín llegó a mis manos y en temporada de vacaciones fui lector fervoroso de los títulos que recomendaba don Arturo, algunos los adquiría con las ganancias que me dejaba la venta de periódicos y el alquiler de revistas de aventuras. Mientras mis amigos leían a kalimán, Arandú, Tribilín, Bugs Bunny, El pato Lucas, El llanero solitario y aventuras del Oeste americano, yo me dejaba guiar de Emilio Salgari por las selvas inhóspitas del lejano oriente y seguía los pasos de Sandokán.
El mundo es ajeno a quienes no se interesan por el lugar en que viven. Ninguno, por desconocido que sea, escapa a la imaginación del que se siente atribulado por su propio destino.
La palabra es generosa, tiende puentes, sus connotaciones abogan para que no se ahogue el pensamiento y prospere la incomprensión. Se requiere tejerlas para que aflore la fábula, el cuento, la novela, el ensayo, el aforismo, el poema o la crónica, y a todas acoge el libro para guardarlas en el estante infinito de la gratitud. Desde allí atienden los llamados como notas musicales que pulsa la tecla para completar una melodía o cuando alguien necesita abrir su corazón con una bella historia. Por estas razones la literatura es más que las palabras, pues su magia las potencializa y permite a los personajes expresar el mundo que habitan.
Esto que he contado lo escribí frente al espejo hermano, gemelo, de la naturaleza. Con ella mantendré intacto el compromiso de hacerla conocer de los personajes creados y mis obras serán fiel testigo de esta alianza. Los paisajes sirven de telón de fondo por donde se desplazan los que van en busca de mis orígenes campesinos. Los que conservan el valor de la palabra, y regresan, contribuyen a proteger el pensamiento y se hacen eco de mi amor por los libros.
Esta breve historia es, quizá, el tejido abigarrado en el cual se mezclan las líneas fundacionales de Editorial Java.
Medellín, mayo 30 de 2024
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