Cuando la vida es el límite que se le pone a las acciones humanas cuanto haga el hombre debe hacerla escenario idóneo para su discurrir en el mundo. Este es uno de los conceptos que Franz Kafka recuerda a los lectores que releen sus obras, que buscan comparar épocas y comportamientos humanos. Éstos terminan comprendiendo la fuerza sicológica con la que caracteriza los personajes de sus historias, la serenidad con la que los hace transitar por los pasadizos impuestos por el azar y la precaución con la que afrontan cada situación, pues sienten un abismo que les sopla en la nuca, que tiende a presentarse de frente, sorpresivamente, porque ese vacío se alimenta de los posibles errores cometidos u observados por los semejantes. Los encuentros de los personajes de sus obras con el mundo exterior así lo dejan entrever. La aniquilación, la negación, el desconocimiento que inspira la figura, y el abandono, son la muralla que deben saltar si esperan verse reflejados en el espejo colectivo propuesto por la sociedad. La timidez causante de ese choque, cuando menos, deja una apremiante angustia y el ineludible compromiso de sobreponerse al aplastante peso en que se convierte vivir cuando se desea llegar a la cumbre por senderos apacibles y solitarios. Las constantes tragedias padecidas por los incomprendidos, los que se quedan a medio camino, terminan por hacerlos entender que los destellos que cada uno lleva dentro son inextinguibles y que cuantos esperan oponerse a sus rayos no pueden eludir el reino de la conciencia, el lugar donde agonizan las penumbras.
Un diálogo, un párrafo, una frase en la obra de Kafka incita a la reflexión y convoca a observar el entorno desde ópticas lejanas, pero claras; desde lugares impensados, pero reales; con interrogantes ahogados en incertidumbres, que la misma distancia responde, pero que los personajes abordan con determinación, porque en su resolución se halla el sentido más cercano de su existencia. Para el autor checo lo que no interroga el mundo pierde su razón de ser y quien no se pregunta por el misterio de la vida ya está viviendo la muerte. Los personajes de sus novelas, como los del escritor Fiódor Dostoievski, se guardan los pensamientos más sublimes y los entregan cuando han satisfecho o esclarecido sus dudas. Saben en qué momento y con quién compartirlos. Temen que les causen sufrimiento. A la vez son conscientes de que los destellos que brotan en los otros son señales inequívocas de esa esperanza colectiva por la que han luchado en solitario desde sus trincheras. Un aliento que no deben dejar extinguir, no para perpetuarse, o aferrarse a la vida, sino porque ese pulso vital es el que puede revelarles el sendero donde nada perturba su conciencia, y por el cual su deseo de conocer lo más cercano a la verdad le permite contemplarla.
Leer a Kafka, sumergirnos en lo que acontece a los personajes, en cómo asimilan y deambulan por tinieblas, conduce, en la mayoría de los casos, al descubrimiento de facetas desde donde se puede observar el mundo con miradas auténticas, las únicas que nos recuerdan la senda que debemos seguir si esperamos entender lo que significa vivir. Los caminos son impredecibles, puede que acaben pronto, que se trunquen antes de situarnos frente a la luz que nos guiaba, pero sabemos que nos basta el esfuerzo realizado, pues las huellas sinceras serán garantes de nuestro regreso. Cuando se juegan bien las pocas cartas que se tienen, cualquiera que se ponga en la mesa exigirá ingenio al adversario, mayor certeza, la misma que acabará guiándonos al lugar que hemos deseado. Por eso no sorprende el final de la novela El proceso y nos duele la muerte trágica e indefensa del señor K.
Estas breves reflexiones alrededor del pensamiento kafkiano surgen de la relectura de El proceso, en versión completa y ordenada, producida por el escritor colombiano Guillermo Sánchez Trujillo. La serie de escalones en los que se convierten los diecisiete capítulos reordenados, y la relación profunda que el autor demuestra con Crimen y castigo, lleva a pensar que en la vida de Franz Kafka no había otro camino distinto a la literatura para dejar constancia de su vida. El estudio meticuloso de las escenas, los comportamientos contrastados de los personajes y las referencias capítulo a capítulo, son pruebas de que la obra en mención es el resultado de un trabajo literario serio y profesional. En ambas obras clásicas las penumbras del convulso final del siglo diecinueve, la necesidad de crear un hombre nuevo, eran fáciles de identificar, pero como densa neblina rodeaban el entorno, asfixiaban y no daban otra opción que volver a la protección de la luz de la conciencia. Las obras de Kafka, en sí, son un refugio, son lo más cercano a la verdad propia, a esa luminosidad que le provee el mismo mundo que detalla e interroga. Podría decir que esta versión completa y ordenada de El proceso, palimpsesto de Crimen y castigo, es el espejo en el que Guillermo Sánchez buscó reflejarse para contemplar su figura en lo más oscuro del túnel, desde donde quiso, a la vez, preguntarse si estaba en capacidad de regresar a su propia luz. En este caso, en su búsqueda, con la reflexión acuciosa y el estudio de las dos obras universales no sólo halló los puentes que por décadas muchos académicos buscaron, sino que también logró saber a dónde conducen los pasadizos secretos para presenciar las escenas completas que los personajes protagonizan. Este legado servirá de antorcha a los lectores que se atrevan a deambular por los pensamientos, por los vericuetos de la Praga de principios del siglo veinte.
Es memorable, plausible, que desde estas latitudes “sin historia” luminosa un lector obsesionado con el mundo laberíntico de Franz Kafka emprenda el viaje físico para corroborar recorridos imaginarios, para comprobar, pie en tierra extraña, que el destino de los seres humanos lo diferencia la manera como lo afrontemos. Con la mirada individual la luz que nos guía siempre buscará entregarnos regocijo por el deber cumplido. No basta mirar a los otros como si ocultaran huellas nuestras extraviadas en los avatares del destino, que perdimos porque nos abrumaron los vientos ineludibles del azar, sino entender que ellos también nos siguieron al saber que buscábamos los linderos de la verdad. Descifrar sus estelas es despejar, con la transparencia que rodea el asombro, la ecuación que nos une de nuevo al universo. Franz Kafka encontró las suyas, las que se habían adelantado, en las obras de Fiódor Dostoievski, y quizá volvió a sentir que cuando el mundo exterior se desmorona, cuando se pulveriza la grandeza del ser humano, no hay refugio más seguro que los atajos interiores donde la bruma advierte que se puede transitar serenamente, que sólo se requiere constancia y disciplina para no extraviar el camino. Kafka sintió, tal vez, las fuerzas necesarias para atravesar el árido e inmenso desierto en que se convierte el mundo para quien lo interroga y del que recibirá pocas o evasivas respuestas.
El lector, quien propone esta versión completa y ordenada de El proceso, cuando recorre Praga, las calles y espacios que guardan silentes la historia de su escritor preferido, lo hace como testigo de que existen caminos que se entrecruzan y que al interceptarse generan momentos de regocijo propicios para preguntas concluyentes, después de las cuales aparecen horizontes apenas insinuados que marcan la dirección final, precisa, la más cercana a la verdad o al abismo.
Un libro, una novela, que motive a cuestionarnos, que indique las otras posibilidades que ofrece la vida, que haga sentir su fragilidad y la potencia para abarcar la totalidad, es una obra edificante. Sus historias, los personajes, no temen al tiempo porque sus páginas confirman que no hay poder capaz de detener el pensamiento. Un libro de estas características es un río que lleva en el silencio de sus aguas la belleza de los paisajes avistados. Cuando la serenidad del espíritu está al servicio del arte se hacen visibles los anuncios que conducen al reencuentro con nosotros mismos. No nos importa lo insondable del abismo, lo escarpada que sea la cordillera que nos conduce a éste ni las pesadas nubes que ahogan las escasas luces que se escapan de la cumbre. Importa que al cruzar los túneles las fuerzas permanezcan, que ninguna salida nos sea esquiva y la que nos corresponda, para ir en busca de la luz, podamos afrontarla con la luminosidad con que nos haya dotado el arduo camino. Esta única salida, al fin y al cabo, tendrá la potestad de mostrarnos lo cerca o distante que estuvimos de la esquiva verdad que pobló de simas nuestra vida.
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